20 de outubro de 2017

Penélope tece (3)

Fotografía de Anna Gilabert

Suspendida. Interrompida en empurrón de morte aquela madrugada, amencer que debía ser de vida.
            Sinto o meu corpo detido naquela noite, agardando volver ó antes. Só viven loquios manados do meu corpo de corenta e cinco anos. Melena escura tornada branca, cabelo a cabelo, como fendas que me habitan. Buraco estéril que é hoxe o meu ventre. Nunca máis primaveras polo corpo. Xamais peitos cheos de vida. Non quedaba xa nin un só óvulo.
            Esa noite dúas as puntas dos meus peitos liberaron leite fluíndo corpo abaixo. Non hai ninguén que a beba. Regos formados na miña carne, peitos cheos como pedras quentes, montañas de ventre sucado de estrías, barriga morta abaixo, cruzan a cicatriz, chegan ó pube. Son un cemiterio. As miñas entrañas crematorio.
            Comenza a desentumecerse o corpo, pouco a pouco, día a día, seguindo a Telémaco a quen coidar. Cantos movementos pasan polo útero que me arrincaron. As hormonas que me mantiveran alerta os primeiros días volvéronse calma contida dunha morte que flotaba en todo ambiente, que invadía corpo, casa, restos da miña vida. O leite marchou. Son a autómata que cociño, frego, tendo a roupa ó sol, paso a vasoira polo chan frío, paso o ferro paseniño e crávaseme a dor, a miña cicatriz. Sentila. Sentir algo.
            O teléfono dime o bo que é estar viva. A necesidade de rematar o loito que Telémaco te necesita. A fortuna de ter un fillo vivo pisando as cabezas das mulleres estériles. A sorte de morrer nacendo, xente que suma amor como anos, esa xente. Corto o cable do maldito teléfono, apago o eco desas voces. Deixo de saír á rúa. Non teño roupa que me sirva. Apértaseme ó corpo aínda de xestante. O meu ventre obcecado en manter a curvatura daquela que xa non virá. A roupa pre mamá é unha labazada. A porta aberta ás preguntas.
            Aínda non pariches, dicía a vella do segundo chegando eu do hospital, mans baleiras.
            Non sabía que estabas esperando, berrou unha mera coñecida na consulta da matrona, pouco despois do enterro.
            Conxélaseme o alento e as palabras afóganseme na gorxa. Telémaco come a súa propia dor e alivia o meu.
            Xuntos e sós buscamos un lugar especial no monte que circunda esta cidade. Deixamos o vento levar as súas cinzas, que xogan entre as árbores, repousan no corpo dos paxaros e dos pequenos mamíferos. Afúndense na terra para converterse en herba, silvas, humus, sustento, devolvela á terra que nos devolve á súa vez en feto inexorable sucesión de almas.
            Telémaco cargou as pedras máis fermosas e pintounas na casa morta das cores  esperanza e ledicia, bolboretas co nome da súa irmá entre as ás. As pedras decoraban o obradoiro, cuarto de nena falecido. As súas fotografías, espida e morta sobre o peito espido e morto de Penélope, tecendo soños rotos coa pel pálida da morte, convertida en cadáver fuxindo dos espellos, ningún reflicte a muller que fora. Cartolina coas súas pegadas, pés e mans, estáticos, peso, data de nacemento da súa morte. Guedella do seu cabelo claro atado en lazo vermello. Penélope odia o rosa. Un único vestido diminuto salvado da destrución, o abandono. O peluche que el mesmo lle comprou. As ecografías como presaxio en branco e negro de nove meses. Todo convertido en altar. Acendiamos candeas. Todo xunto non valía nada, era só cinza, aire que non substitúe un corpo quente ó lado, tocándonos. Nada vale unha nena crecendo, aprendendo, andando pola casa. O seu sorriso. O meu nome nos seus beizos. Obxectos que non din mamá nin dan apertas. Nin oen os contos que lle leo a unha nena criándose libre. Non crece o pelo das mortas. Non hai pelo que trenzar nin falar do corpo das mulleres. Quería contarlle todo. Contarlle tanto. Falarlle da vulva e as carúnculas. Do sangue menstrual, preludio da vida, o sexo, o sexo forte que era ela, seguinte xeración de mulleres paridoras. Aprenderlle a dicir non. Pero ela, nena querida, xa o sabía todo.
            Chego tarde a todos os repartos. 


Fotografía de Anna Gilabert

Suspendida. Interrumpida en empujón de muerte aquella madrugada, amanecer que debía ser de vida.
            Siento mi cuerpo detenido en aquella noche, aguardando volver al antes. Solo viven loquios manados de mi cuerpo de cuarenta y cinco años. Melena oscura tornada blanca, cabello a cabello, como grietas que me habitan. Agujero estéril que es hoy mi vientre. Nunca más primaveras por el cuerpo. Jamás pechos llenos de vida. No quedaba ya ni un solo óvulo.
            Esa noche dos las puntas de mis pechos liberaron leche fluyendo cuerpo abajo. No hay nadie que la beba. Riegos formados en mi carne, pechos llenos como piedras calientes, montañas de vientre surcado de estrías, barriga muerta abajo, cruzan la cicatriz, llegan al pubis. Soy un cementerio. Mis entrañas crematorio.
            Comienza a desentumecerse el cuerpo, poco a poco, día a día, siguiendo a Telémaco a quien cuidar. Cuántos movimientos pasan por el útero que me arrancaron. Las hormonas que me habían mantenido alerta los primeros días se volvieron calma contenida de una muerte que flotaba en todo ambiente, que invadía cuerpo, casa, restos de mi vida. La leche se marchó. Soy la autómata que cocino, friego, tiendo la ropa al sol, paso la escoba por el suelo frío, plancho despacio y se me clava el dolor, mi cicatriz. Sentirla. Sentir algo.
            El teléfono me dice lo bueno que es estar viva. La necesidad de rematar el luto que Telémaco te necesita. La fortuna de tener un hijo vivo pisando las cabezas de las mujeres estériles. La suerte de morir naciendo, gente que suma amor como años, esa gente. Corto el cable del maldito teléfono, apago el eco de esas voces. Dejo de salir a la calle. No tengo ropa que me sirva. Se me aprieta al cuerpo aún de gestante. Mi vientre obcecado en mantener la curvatura de aquella que ya no vendrá. La ropa pre mamá es una bofetada. La puerta abierta a las preguntas.
            Aún no pariste, decía la vieja del segundo llegando yo del hospital, manos vacías.
            No sabía que estabas esperando, gritó una mera conocida en la consulta de la matrona, poco después del entierro.
            Se me congela el aliento y las palabras se me ahogan en la garganta. Telémaco come su propio dolor y alivia el mío.
            Juntos y solos buscamos un lugar especial en el monte que circunda esta ciudad. Dejamos al viento llevarse sus cenizas, que jugaron entre los árboles, reposaron en el cuerpo de los pájaros y de los pequeños mamíferos. Se hundieron en la tierra para convertirse en hierba, zarzas, humus, sustento, devolverla a la tierra que nos devuelve a su vez en feto inexorable sucesión de almas.
            Telémaco cargó las piedras más hermosas y las pintó en la casa muerta de los colores  esperanza y alegría, mariposas con el nombre de su hermana entre las alas. Las piedras decoraban el taller, cuarto de niña fallecido. Sus fotografías, desnuda y muerta sobre el pecho desnudo y muerto de Penélope, tejiendo sueños rotos con la piel pálida de la muerte, convertida en cadáver huyendo de los espejos, ninguno refleja la mujer que había sido. Cartulina con sus huellas, pies y manos, estáticos, peso, fecha de nacimiento de su muerte. Mechón de su cabello claro atado en lazo rojo. Penélope odia el rosa. Un único vestido diminuto salvado de la destrucción, el abandono. El peluche que él mismo le compró. Las ecografías como presagio en blanco y negro de nueve meses. Todo convertido en altar. Encendíamos velas. Todo junto no valía nada, era solo ceniza, aire que no sustituye un cuerpo caliente al lado, tocándonos. Nada vale una niña creciendo, aprendiendo, andando por la casa. Su sonrisa. Mi nombre en sus labios. Objetos que no dicen mamá ni dan abrazos. Ni oyen los cuentos que le leo a una niña criándose libre. No crece el pelo de las muertas. No hay pelo que trenzar ni hablar del cuerpo de las mujeres. Quería contarle todo. Contarle tanto. Hablarle de la vulva y las carúnculas. De la sangre menstrual, preludio de la vida, el sexo, el sexo fuerte que era ella, siguiente generación de mujeres paridoras. Enseñarle a decir no. Pero ella, niña querida, ya lo sabía todo.
            Llego tarde a todos los repartos.

Ningún comentario:

Publicar un comentario